Mientras duermes

La elasticidad de la noche. Tan pronto terminó la película ya dormías y yo, que no debería de estar aquí, me quedé a ver una más. Y cuando acabó esa busqué la excusa para volver y estar a tu lado mientras duermes. Aquí estoy viendo el perfil de tu cara contra la línea de luz que entra por la puerta; a un lado de tu oído, entre un francés gastado y respiración torpe, te cuento lo que estás soñando, las historias que habrás de olvidar en la mañana. Tu habitación me parece un páramo, y es la noche: las figuras de madera se pierden en su longitud ensombrecida. Veo tu rostro deshaciéndose en palabras: ahí está tu retrato, lo levanta el aire y sale por la ventana, se lo lleva la niebla. En la palma de tu mano hay niebla. En tu cuello hay niebla. En toda la habitación hay niebla y de pronto no se alcanza a ver.

Busco hacer de la palabra piedra

Busco hacer de la palabra piedra;
decir la palabra datos o la palabra tecnología,
volverlas piedra en la boca.
Roca que se labra entre dientes,
mestiza,
prófugo néctar,
resina que se vierte
como se solidificara la saliva
cuando se habla
cada vez más lento,
más cactus la boca y espinas los labios,
más sabia,
más lava que germina
quebrando la tierra.
Una grieta.
Una pausa en suspensión
–como tirar de una cuerda o caminar por ella—
y una vez afuera, fuego de tigre,
fuga,
sea piedra lila blanquecina, esmeralda.

Gestos que te dedico

Qué extraño el mundo que cabe dentro de la vergüenza. Estarás allá haciendo cosas, que es lo que se hace, cosas, y no lo estaré yo viendo como suele ser y, no sé, podrías saber que hay gestos que te dedico y otros tuyos que por mi parte imagino míos. Nos viene bien ignorarnos en el mundo del movimiento en donde yo existo para que tu ausencia se afirme como la ventana a través de la cual tu mirada hace valer este cuerpo que podría tocarte aunque no lo haga, qué suave tacto tiene mi mirada en ti y viceversa, que si nos vemos de frente e hiciéramos cosas, que es lo que se hace, cosas, acaso apenas nos reconoceríamos.

(cero)

(«Limpia tu habitación porque así como la dejes es como se va a quedar el tiempo que no estés.» Sí, pienso, la reacomodé hace meses para dejárselas bonita.
Nunca había tenido un nudo en la garganta tan grande ni por tanto tiempo).

Uno

Hay una palabra en inglés, dull. Salí de la consulta médica en pleno atardecer y el cielo se veía así, dull, aunque teñía de color rosa-pálido-ocre la calle, eso siempre me ha parecido dulce; o el cerro de los Remedios ya difuminándose aunque creo es la contaminación y el calor y la falta de sentido que tiene la ciudad de México desde siempre. Me siento tranquilo. Tratar a la familia es beber de un caldo de cultivo.

Dos

Despedir confirma tu presencia en el lugar/persona que dejas, dice el libro. Me veo como desde fuera alejándome de aquí. Soy cosa rara: rodearme de gente que considero vale la penalegría y ser un desapegado sin corazón (sin dejar de hacerles sentir el amor que sí siento). A mis amigos no los he dejado de querer desde que empecé a hacerlo pero no les lloro. Tengo muchos años sin llorar, creo.

Pienso que el hombre erra al dejar en estante de plata a la ciencia. He visto el mundo moverse, he sido parte de él y lo que mueve no es la certeza que deja el ciclo de caminar (dar un paso después de otro), sino la intuición y el hambre. Enseñar a que no todo es lo que es y a que tampoco eso es cierto. Y a ceder ante la absoluta falta de determinismo. (El niño Teddy lo dice mejor.)

Tres

Hablamos sobre el abuelo César. Mi papá y sus hermanos reconstruyen lo que alguna vez quizá o no sucedió en su infancia mientras tomamos un descanso de oler la barniceta que preparó Sandra para pintar al óleo. Hay lenguaje de olvido, gestos convertidos en polvo o destellos y el asombro de mi padre ante lo contado. Se hace luego el hambre y nos mandan por sushi y carnitas. Adriana me tranquiliza hablándome de pescados y biología marina. Pienso en una hamaca, quisiera estar en una (ahora mismo quisiera también estar en una). De noche nos enteramos de que el abuelo Victor requiere una operación urgente y puede perder las dos piernas, si no la vida. Victor es de Acapulco y César, ciego, de Chiapas. Los dos se casaron y tuvieron hijos con la misma mujer pero tienen personalidades tangentes. César trabajó en una farmacia, donde conoció a un chino que resultó ser japonés y a cuyo nieto conocemos por coincidencia. De Victor me gusta su nariz aguileña. La vida se vuelve otra cuando un hospital figura en un escenario. El tiempo muta.

Lamento ligeramente (anuncio de un fantasma, podría ser). Hay tres sitios que quise conocer y no lo hice: 1. caminar las vías de tren que atraviesan San Bartolo y quiebran o definen la línea de casas y la mala hierba; 2. Michoacán y las mariposas monarca; 3. el río que más bien es caño pero crece mejor flora que la de cualquier parque (recién bloquearon el acceso al río; pero si para tomar decisiones estúpidas no hace falta buscar). Esta ciudad pervierte sus ríos y los entuba.

Me descubrí intentando significar a través de las insignificancias. De pronto el año nuevo chino se cruzó y trajo una galleta de la suerte a mis manos. Me la comí y el mensaje de fortuna lo hice bolita. Que la fortuna me llegue de otra manera, pensé. Que la suerte se mastica y es tan ligera como la sangre y la noche larga y quiero caminar, que nada vendrá en estos meses ya probados y fallidos, ni diciembre, ni enero. Febrero se verá. (Y aquí una nota: los amuletos que son los números y las horas).

Cuatro

No siento como que esté aquí. No siento que la vida esté pasando por mi cuerpo ni que sea esta masa mi cuerpo que vive y respira. Siento que en una semana no sucederá nada, no siento el tiempo y sin embargo está aquí su presión, su prisa y burla y carencias de cuánto no. Siento en mi cara otras ochocientas caras, como si el tacto que ratifica a la nariz en su lugar de pronto hubiera desaparecido y fuera yo esta silla mi torso o, no sé, una losa en el piso. Me siento geometría en descomposición, un hexágono quebrándose en líneas. Me siento parte de nada.AplastadoEscucho música que me transporta. Imagino que vagar en el espacio exterior debe ser como nadar en una de esas albercas de pelotas en donde se pierden el sur y el norte por igual. Quisiera abandonarme en una orilla y dejarme llevar mientras sumerjo mi cabeza y pierdo la visión unos segundos, mientras pierdo la memoria y miro las estrellas como las manchas en el piso de un baño.

No soporto estos últimos días. Son terribles. La anticipación es terrible.

De entre lo poco que puedo decir, me encanta saberme un traidor a la patria. Me encantaría desafanarme de su economía y sus modos torcidos y negar, como en el poema del recién muerto —harán dos días de su muerte—, negar el lugar y no los ríos o unos cuantos, que son solo ríos o unos cuantos. Pero sé poco y apenas me siento terriblemente angustiado como para dejar lugar al orgullo vano.

Mar de cabello

Cinco (y un paréntesis)

Siempre que he regresado a casa después de estar de viaje paso por una transición. En un día cualquiera, estando en casa me paso el tiempo mimetisándome con la silla frente a la computadora, o quizá jugando algún videojuego. No salgo mucho y soy terriblemente inactivo. Un sujeto miserable cualquiera del internet. Sin embargo al viajar me he descubierto con disgusto por la computadora y por quedarme en casa (que si bien es una de mis actividades favoritas, de pronto se vuelve también ridícula). Salgo, miro y me gusta estar en movimiento. Si no me quedo en hotel soy atento con la limpieza y el orden. Y entonces, al regresar a la misma casa en la que he vivido por más de veinte años, me sucede un choque: suelo traer el ritmo acelerado de cualquier-otro-lugar y quiero continuarlo en esta casa que es más un espacio detenido en el tiempo. Durante unos días lavo trastes, la ropa, limpio mi cuarto e incluso soy productivo sin proponérmelo. Pero ese estado se va desvaneciendo poco a poco y al fin y al cabo regreso al estado casi muebleístico. Lo que es más: me gusta estar así.

(Un paréntesis aprovechando el regreso: de Colima caminar sus calles y las banquetas angostas, las casas viejas -en arquitectura y en la pintura de sus muros- y la impresión y el gusto de que permanece ajeno a su tiempo [o a mí]).

He decidido viajar. La idea que traía desde hacía un par de años de pronto se concretó en una decisión. Vi la oportunidad, la tomé y ahora, si no me acobardo a medio camino (como digo a quienes les cuento) estaré viajando durante un buen rato. Cederé el asiento a un trayecto de larguísimas caminatas. Me preguntan mucho por qué el viaje sin que yo sepa tanto más qué responder. Varía; por esta razón, por esta otra, también por aquello. Yo también me lo pregunto, pienso, y doy vueltas a imaginarme haciendo algo que no fue hasta hace poco que me di cuenta que quería hacer. Y cuánto lo quiero hacer. Tengo más nervios que emoción, aunque para lo poco que me emocionan ya las cosas no es noticia que así sea. Por eso hay una fuerte posibilidad de dimitir a la mitad, cortar de tajo el camino y dar media vuelta o quedarme. Me preguntan por la duración de esto. Cómo voy a saberlo; no son vacaciones, insisto.

Tres vínculos que no voy a poner aquí: Uno, Björk cantando que ya lo ha visto to’o: to’s los árboles y a to’a la gente por igual. Dos, Dana Hilliot preguntándose por qué decidió unirse a la tripulación de un barco que recorre medio mundo, tripulación a la que no pertence, y descubriendo lo evidente: todos los puertos son iguales. Tres, Blood Red Shoes cantando It’s getting boring by the sea (y la linda cara de la muchacha, que no está de más). Y el pilón que podría ser la Ítaca de Kavafis.

Por más de veinte años he sido un trotamundos sentado en casa. Toca ahora cambiar de escenario. A ver.

Ideas sobre las historias de personas enfermas

Desconfio de las historias que tratan de la relación de una persona con una enfermedad. Desconfio desde el principio, desde antes de leer el libro o ver la película, y son pocos los casos en los que me he sentido satisfecho con la historia contada. La razón es sencilla: la enfermedad sirve como pretexto para hablar de la fuerza interna, de salir adelante. De esta forma, las historias ‘basadas en hechos reales’ dejan de ser el viaje introspectivo que pretenden ser y que, por poner un ejemplo, completa un héroe en una aventura, para ceder lugar a historias de éxito y superación. Y no es que, per se, sea mala un historia porque trate de superación personal (a final de cuentas, la trascendencia ha sido el eje ya no sólo de historias en el mundo sino hasta de religiones y batallas y guerras), el problema no está ahí; está en la idea de que el enfermo es menor en valor que el sano. El enfermo se ve como un agente externo que contamina a la sociedad. La exaltación de la pureza como el estado predilecto, de la salud como lo deseable, hace al enfermo a un lado y entonces la superación que se lleva a cabo no es propiamente personal, sino social. Es más una reincersión que una transformación. El enfermo es un criminal.

Otro acercamiento que me ha tocado ver/leer es el del enfermo como pretexto para hacer un juicio moral de su entorno. En una historia algo simplona, una niña autista pone en jaque los negocios y creencias de quienes la rodean al mostrar un tipo de personalidad alejada de la normal. La idolatrización. Lo banal de ese ídolo, lo esencial (no sabemos lo que tenemos hasta que nos muestran, irónicamente, lo que no tenemos y que es malo; los problemas de otro, como en la frase de mamá: ‘acábate tu comida porque hay quienes no tienen qué comer’). Lo maniqueo.

Lo mismo sucede con la felicidad y la tristeza, con el rol social de los niños y animales, y hasta con el sentimentalismo y la frialdad emocional.

Intuyo una columna vertebral a esta problemática: una tiranía naciente de una torpederas en la concepción del bienestar. O la vida social. La relación uno a muchos. Más aún, el hecho mismo de señalar roles y hablar, por ejemplo, del enfermo y no tanto del que padece; el primer caso alterando la percepción sobre una persona con un estado de padecimiento, y el segundo haciéndolo anterior a su condición. Condenar con el ser, con la permanencia, sin perdón, a los distintos roles sociales que cada persona tiene en su comunidad es ya demasiado cruel como para que el rostro del enfermo sea el de la muerte. Aunque no cualquier muerte, un enfermo en estas historias porta el cara de la muerte que quisieras evitar y, entonces sí, aquí es donde entra el caso de éxito que mencioné antes, porque en donde el enfermo se salva se vanagloria la vida. Pero no es así, no es la vida la victoriosa, pues la recuperación no es solamente la de la salud sino también la social. El enfermo que sobrevive es bienvenido de vuelta a su entorno, es aceptado de nuevo y es tratado como un supervivientes que demuestra que las cosas así pueden funcionar. Se denigra y después justifica su propia denigración a ojos de todos al salir victorioso. Y soy incapaz de decir algo más por el momento.